
Jerome Kersey.
La muerte del exjugador de Portland TrailBlazers Jerome Kersey (Virginia, 1962), ocurrida el 18 de febrero de este 2015, sirve para traer a la memoria la NBA de hace tres décadas, cuando la competición no era el fenómeno global de hoy en día y las clases medias de la Liga eran, en definitiva, futuras clases medias ciudadanas: difícilmente un jugador promedio de la NBA podía vivir de rentas tras retirarse. Quizá por ese motivo entonces los estudios universitarios tenían la importancia que hoy han perdido: el baloncesto era poco más que una manera de financiar un futuro empleo. Si se tenía la suerte de establecerse en la NBA, claro.
Jerome Kersey se educó en la modesta Universidad de Longwood. A día de hoy, y han pasado 31 años, sigue siendo el único producto baloncestístico del centro que ha pisado la NBA. Kersey, un alero fuerte en sus años universitarios, fue número 46 del Draft de 1984, elegido por el equipo en el que pasaría la mayor parte de su carrera: Portland TrailBlazers. Entonces, mucho más que ahora, ser un segunda ronda del Draft no garantizaba apenas nada en la NBA. Su antecesor en la elección, Gary Plummer, disputó dos temporadas en la Liga; el jugador elegido inmediatamente después, Ronnie Williams, ni siquiera llegó a debutar. Una buena cantidad de jugadores elegidos antes que Kersey acabaron haciendo carrera en Europa: Leon Wood, Terence Stansbury, Michael Young, Ben Coleman o Greg Wiltjer son buenos ejemplos. Sin embargo, Kersey disputó 17 temporadas en la mejor liga del mundo ¿Por qué? Porque como en cualquier otro ámbito de la vida el futuro no es previsible; porque como en cualquier ámbito de la vida todo es esfuerzo y azar.
Los Blazers de 1984 apostaron fuerte por los novatos: de los 12 jugadores que formaron la plantilla de los de Oregon en el curso 1984/85, cinco fueron jugadores de primer año: el propio Kersey, Sam Bowie, Steve Colter, Tom Scheffler, Bernard Thompson. Todos tuvieron que pasar por las durísimas ligas de verano. Y a excepción de Bowie y Thompson, primeras rondas, todos tuvieron que competir por un puesto en la plantilla.
Las ligas de verano en los años 80 eran duras, terriblemente duras. Sixto Miguel Serrano las describió con precisión en Gigantes del Basket. Aquellos torneos no eran para la belleza y el juego: eran competiciones descarnadas entre jugadores por ganarse un sitio en la NBA. Las gradas estaban pobladas por técnicos de los equipos y ojeadores europeos. Muchos de los jugadores venían de Europa, de la CBA, de competiciones menores. Pasaban seis semanas entrenando y jugando, en pleno verano, sin la garantía de un contrato y viviendo en condiciones pésimas. Serrano recuerda cómo en un campus de los Knicks, los aspirantes a un puesto juntaban unos dólares tras el entrenamiento y, en la furgoneta de alquiler que compartían, iban a algún restaurante de comida rápida a engullir todo lo que podían antes de ir a un motel a pasar la noche. Y al día siguiente más entrenamientos, más partidos, y todos ellos sin piedad alguna: no competías por la gloria, sino por un salario. Si el equipo te descartaba pronto era una mala señal, pero al menos quedaba tiempo para encontrar un buen asiento en las ligas europeas, quizá Italia o España. Quedar descartado a última hora suponía un auténtico problema: Europa ya estaba en plena competición y las plantillas estaban cerradas. Entonces, la muy menor CBA o competiciones de segunda fila eran el único destino posible. Y si conseguías plaza en el equipo, nadie te garantizaba nada: el premio a tanto esfuerzo era un contrato por una temporada y por el salario mínimo (en torno a 100.000 dólares). Y sólo quedaba seguir trabajando y confiar en la suerte. Y en no lesionarse.
Jerome Kersey pasó por ese proceso, y tuvo éxito: los Blazers le ofrecieron un puesto en la plantilla oficial. Un año, 100.000 dólares, como estaba estipulado.
Y entonces empezaba otra guerra: la de convertirse en un jugador de rotación. La de ganarse la confianza del entrenador.
Kersey, habituado a jugar de interior en Longwood, tuvo que hacer en la NBA la transición hacia el puesto de exterior. Sus 2,01 podrían valer para ser un ala/pívot en la NCAA, pero en la NBA no se podía sobrevivir en la zona con ese tamaño. Tendría que competir con Kiki Vandeweghe, Clyde Drexler y el primera ronda Bernard Thompson por minutos, y no era fácil. Vandeweghe, tenía 26 años, venía de ser All Star y había promediado 29 puntos por partido la temporada anterior; Drexler apuntaba maneras de estrella, aunque más como escolta que como alero, y de hecho acabaría robándole la titularidad a Jim Paxson. Y Thompson –el orden del Draft mandaba- estaba por delante de él. Jugar era cualquier cosa menos fácil.
Pero se hizo con un hueco. A base de trabajo y suerte, esfuerzo y azar, Kersey acabó siendo el décimo jugador en minutos: poco más de doce por encuentro. No obstante, no era una garantía de nada. En el verano de 1985 volvió a pasar por las ligas de verano, otra vez a ganarse el puesto. Aunque esta vez contaba con la ventaja de haber probado su valía en la temporada anterior. El premio fueron más minutos –casi 16 por encuentro- y una nueva mirada de su entrenador, el veterano Jack Ramsay, que también le probó como cuatro. Y un par de titularidades, la primera ante los futuros campeones Boston Celtics. Y cumplió: 21 puntos y 9 rebotes en una derrota en la prórroga por un solo punto (119-120). Eso sí, su par de esa noche, un Larry Bird en su apogeo, se fue a 47 puntos, 14 rebotes y 11 asistencias.
Aunque durante un instante pudo con él.
La suerte se manifiesta de diferentes maneras. Y en un grupo cerrado, la buena fortuna de unos suele extraerse de la desgracia de otros.
La tercera temporada en la NBA de Jerome Kersey, con otra suerte, pudo haber sido la última. Al menos en Portland. Pero fue la que le consolidó.
Los Blazers habían cerrado 1986 con más derrotas que victorias: 42 por 40. La directiva remozó el equipo casi por completo. El veterano Ramsay, que había hecho a los Blazers campeones de la NBA en 1977, dejó el cargo de entrenador al novato Schuler. Y el equipo sumó fuerzas en las posiciones de alero y ala/pívot, precisamente las que ocupaba Kersey. El Draft trajó a Walter Berry, un alero semejante a Kersey pero con mejor rendimiento ofensivo; mediante un traspaso, Portland contrato a Steve Johnson, estrella local en sus años universitarios y que venía de ser titular en San Antonio. E incluso llegó un refuerzo exótico de la lejana España: Fernando Martín.
Pero el azar jugó su papel.
De inicio, Kersey había caído unas cuantas posiciones en el planteamiento del equipo. Además de los titulares, Berry y Johnson estarían por delante de él en la rotación e incluso Caldwell Jones.
Pero empezaron a suceder cosas.
En las dos primeras semanas de la temporada, Bowie se lesionó de gravedad y Berry, con gravísimos problemas de actitud, fue traspasado a cambio de Kevin Duckworth, un pívot. En apenas quince días, el alero pasó del fondo del banquillo a la séptima posición de la rotación. Mediada la temporada, Carr se rompió y Kersey subió un puesto más. Acabó el curso como primer suplente de unos Blazers que, además, ganaron nueve partidos más que el curso anterior. Y con buenos números: 12 puntos, 6 rebotes, buen porcentaje de tiro (50,9%) y casi un tapón en 25 minutos por noche. E incluso cierta popularidad: fue finalista del concurso de mates del All Star de 1987, donde cayó ante Michael Jordan.
Aquel verano ya no hubo torneos a cara o cruz. Aquel verano Portland reconoció su esfuerzo y le firmó un contrato por tres temporadas y 1,5 millones de dólares.
Jerome Kersey arrancó así seis años como alero titular de los Blazers, en los que llegó a dos finales de la NBA (1990 y 1992) que, no obstante, Portland perdió. No fue la estrella de los Blazers, sino un jugador solvente que aseguraba 14 puntos y siete rebotes por noche, con picos de 19,2 y 8,4. Y firmó un nuevo contrato, más lucrativo nueve millones de dólares por tres cursos. Siendo siempre un jugador duro y eficaz, tal vez le quedara la pena de no ser elegido All Star. De hecho, fue el único de los cinco titulares de esa época dorada de los Blazers que nunca disputó el partido de las estrellas.
Porque Kersey nunca dejó de ser clase media de la NBA. Y la incertidumbre de los primeros años volvió a partir de 1995.
Tras dos temporadas como suplente, y a sus 33 años, Kersey puso fin a sus años en Oregon. La ampliación de la NBA a Canadá hizo que los equipos existentes tuviesen que facilitar una lista de descartes. Jugadores no protegidos, en la nomenclatura adecuada. Kersey estaba en ella, y sus derechos pasaron a pertenecer a los Toronto Raptors, con los que acordó su despido.
Si en sus primeros años Kersey conoció la vía dura de iniciar una carrera en la liga, en sus últimos como profesional vivió el reverso, también difícil, de esa experiencia. La de ser un veterano que va de campus en campus en busca de un contrato, rara vez por más de un año.
Kersey, tras dejar Portland, encontró acomodo en los Golden State Warriors a apenas dos semanas de arrancar la temporada 95/96. Sin duda, que Rick Adelman, técnico de sus años dorados en Portland, estuviese al cargo del equipo tuvo que ver. Pasó de ganar 3,6 millones de dólares a conformarse con 255.000. Fue titular en un equipo depauperado en el que sus viejas estrellas, Tim Hardaway y Chris Mullin, apenas tuvieron continuidad por problemas físicos. Al curso siguiente tocó nueva mudanza, después de ganarse el contrato (247.000 dólares) en las ligas de verano. Pero el destino era apetecible: los Lakers de O’Neal y Bryant, y la posibilidad de ganar lo que nunca consiguió en Portland pese a disputar dos finales: el anillo de campeón. Kersey fue titular pero reducido a las labores de intendencia: defensa, rebote, bloqueos y trabajo duro para el lucimiento de los jóvenes, incluido un Bryant demasiado joven para conducir al equipo y que naufragó en los playoff ante Utah Jazz.
Con 35 años, Kersey se negaba a retirarse. Otro contrato tardío –a un mes vista del inicio del curso- le llevó a Seattle. Las condiciones económicas fueron mejores (medio millón de dólares al año) y el equipo, competente. Pero los problemas físicos le limitaron a 37 partidos de 82 posibles. Y, llegada la postemporada, los Sonics cayeron ante los Lakers. Por el mismo resultado que, un año antes, le había costado la derrota a los angelinos.
Con 36 años recién cumplidos, Jerome Kersey tuvo que sopesar la retirada. El cierre patronal de la NBA en el otoño de 1998 jugaba en su contra. Sin movimientos de mercado, ni ligas de verano, mantenerse en forma a la espera de un contrato era cuestión de trabajo personal. Pero el nuevo convenio, decían, marcaría en siete cifras el salario de un veterano. Merecía la pena el esfuerzo seguir aguantando a cambio de poder ganar un millón de dólares.
La suerte se manifiesta de diferentes maneras. Y cuando es colectiva, la buena fortuna se manifiesta por igual.
En enero de 1999, Jerome Kersey firmó por una temporada con los San Antonio Spurs. El cierre patronal hizo que el curso 98-99 fuese más corto: sólo 50 partidos frente a los 82 habituales. San Antonio lo que a todos los veteranos: defensa e intensidad desde el banquillo. El talento lo pondrían otros. Para Kersey fue como volver a sus años de novato: quince minutos por partido, poco juego ofensivo y mucho trabajo diario para beneficio del equipo. El premio fue notable: disputó las terceras finales de su carrera. Y al fin las ganó. Diecinueve años después de estrenarse en la Universidad de Longwood, y todavía como el único alumno del centro capaz de llegar la NBA, Kersey añadió a su biografía su tercera coordenada vital.
Porque si hoy somos como nos definimos en Twitter, Jerome Kersey fue tres cosas: Marido. Padre. Campeón de la NBA.
Kersey disputó otras dos temporadas en la Gran Liga: una segunda en San Antonio y una última en Milwaukee. Tras retirarse al punto de cumplir 39 años, probó suerte como asistente de entrenador, hasta que Portland le ofreció un empleo. La NBA sabe cuidar de sus veteranos. No sólo dispone de un plan de pensiones, sino que les otorga el estatus de Leyendas para los trabajos, múltiples y constantes, que los equipos realizan en sus ciudades. Give back to the community, es el lema. Kersey ganó quince millones de dólares en la NBA por la vía del trabajo. Y su cometido era devolver parte de esa generosidad a sus conciudadanos en Portland. El martes pasado asistió, junto a Terry Porter y Brian Grant, a uno de esos actos de buena voluntad que organiza el equipo. Una semana antes, había visitado a Polly, una anciana seguidora de los Blazers ingresada en el hospital.
@jkersey25 spent some quality time with long time Blazer fan, Polly before the Blazers #BeatLA #MIBmoments pic.twitter.com/YTdcVRO7aD
— Trail Blazers mib (@makeitbetter) febrero 12, 2015
Michel Houllebecq sostiene en Las partículas elementales (1998) que los cantantes de rcok heredaron de los actores el estatus de estrellas, n el sentido más carnal de la acepción. Hoy, sin duda, los deportistas de elite son los dueños de esa condición: desde Usain Blot a Cristiano Ronaldo pasando, claro, por LeBron James. Pero antes de que todo fuera así el baloncesto, el deporte de elite, fue un lugar para vocaciones alimentadas de esfuerzo y azar. De vidas de éxito fundamentadas en trabajo, trabajo y trabajo.
La de Jerome Kersey fue una de esas historias que hoy, confundidos el éxito y el glamour, están en vías de extinción.