El enfrentamiento entre las al menos tres almas de la formación morada no es una extravagancia, sino una consecuencia de su éxito. Y no es tan diferente a aquel que vivió el PSOE a finales de los setenta a cuenta del marxismo
Orden, calma y cordura. El enfrentamiento interno en Podemos, con dimisiones, ceses, cartas públicas y un sinfín de titulares –“La crisis entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, sin duda significativa y noticiosa, ha merecido esta semana más titulares que el asesinato de Trotsky”, dice con finezza Enric Juliana- dibuja un partido al borde del ataque de nervios, cuando, muy probablemente, sea un partido que está encontrándose a sí mismo. Si fijamos las europeas de 2014 como nacimiento de la realidad Podemos, se trata de una formación insultantemente joven, de gran éxito mediático y depositaria de las emociones de muchos. Y todo lo que sucede en su entorno, más que crisis, es maduración. Nada del otro jueves.
Pensemos, por ejemplo, en 1979. El PSOE de entonces era el Podemos de ahora. Pasado al margen, era una formación nueva para un tiempo nuevo. De la misma forma que el PC fue el gran partido de la oposición durante el final del franquismo, una vez superada la dictadura, la izquierda cristalizó en el PSOE. Tal vez para los jóvenes, Carrillo y La Pasionaria eran figuras tan del pasado como Franco. En un sentido obviamente opuesto. Pero los jóvenes querían jóvenes.
El PSOE obtuvo en las elecciones de 1979 un total de 121 diputados. Un resultado mucho mejor que el de Podemos en 2015, pero en un marco diferente: de alguna manera, era el anuncio de un futuro partido de gobierno –como de alguna manera lo es Podemos-. Pero para llevar a cabo las reformas que el PSOE quería llevar, eran necesarias dos cosas: una mayoría absoluta y un sentido interno. Lo primero marca la diferencia entre evolución y revolución. Y el PSOE suponía una revolución: su victoria sería la entrega del poder por parte de la derecha a la izquierda por la vía de las urnas. Hoy puede parecer normal, pero tras cuarenta años de dictadura era poco más que una entelequia. Y ahí estuvo el 23-F para demostrarlo.
Lo segundo, el sentido interno, se trazó a lo largo de 1979. Tras los excelentes resultados de los comicios de 1979, el PSOE tenía una misión de, en cierta forma, relaciones públicas. De convencimiento al electorado temeroso de entregarse a la izquierda. Es decir, tenía que seducir a los centristas de izquierdas: exactamente lo mismo que se plantea Podemos ahora en su debate interno/externo. La lucha cristalizó en un concepto: marxismo. Y en la renuncia del PSOE a él. Por resumir la historia, en el 28º Congreso del PSOE, celebrado en mayo de 1979, Felipe González, entonces un joven de 37 años –a la misma edad que Pablo Iglesias Turrión tiene hoy- y secretario general del partido defendió el abandono del marxismo como ideología oficial de la formación. Luis Gómez Llorente y Pablo Castellano, hombres de peso en el socialismo de entonces, defendían lo contrario. González perdió la apuesta y renunció a su cargo, abriendo una crisis interna dentro de un partido que –la historia pasada se vuelve contemporánea- buscaba su alma dominante entre diferentes sensibilidades. La Comisión Gestora que quedó al mando del PSOE convocó un congreso extraordinario en septiembre. Un cambio en apariencia meramente redaccional devolvió a González a la secretaría general: el marxismo dejó de ser la ideología oficial del PSOE para convertirse en un instrumento teórico, crítico y no dogmático del partido.
Alejado del extremo del espectro político, el PSOE logró diez millones de votos y 202 diputados tres años después, en las elecciones de 1982. Gómez Llorente dejó la política activa tras el Congreso Extraordinario.
¿Es muy diferente lo que sucede hoy en Podemos respecto a lo que ocurrió en el PSOE de 1979? A grandes rasgos, e incluso en algunos matices, no. El proceso de maduración interna de una formación política de amplio espectro es complejo. La multiplicidad de tendencias dentro de un grupo no implica que no haya una tendencia dominante. O que con el tiempo se haga dominante. El órdago de González con su dimisión tampoco es muy lejano al órdago de Iglesias con el cese de Sergio Pascual. Un líder, para liderar, también ha de ejecutar. Y respecto a la proyección pública y velocidad de la crisis, conviene distinguir entre lo que es imputable a la situación y lo que es imputable a las circunstancias. En una era de información múltiple e instantánea, y con una plaza pública –Twitter- que magnifica el eco de cualquier protesta, el debate interno es necesariamente externo. Y veloz: el gran cambio que supone la revolución tecnológica es el paradigma del tiempo. 24 horas de 1979 no daban para tanto como 24 horas de 2016. (Por eso el papel sufre: 24 horas no es un plazo informativo; es un plazo reflexivo.)
La crisis de Podemos, en suma, es natural. Es, de hecho, un debate clásico de la izquierda, repetido hasta la saciedad. Y no alberga la gravedad aparente: toda organización en crecimiento convulsiona, pero eso no significa que se parta o se extinga. Mucho menos cuando uno de los principios no escritos que ampara la fundación de Podemos es aglutinar el voto de izquierda. En su particular juego, el juego es la unidad, con ellos en el epicentro. Y el único fracaso es no jugar.
La canción es la misma que la de 1979, sí, pero el escenario es mucho mayor. No es lo mismo un aula de trabajo de la Complu que el Congreso de los Diptados. Y no conviene confundir el escenario con la escena.