Splendid isolation: El baile ideológico del euroescepticismo británico

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Primero fue el Labour, después, los Tories. Y llego el UKIP. Y antes, mucho antes, fue Lord Salisbury. La relación del Reino Unido con Europa, y más cuando Europa se tornó en Comunidad y luego en Unión, siempre ha sido tortuosa. Primero, porque el mercado natural de las islas nunca fue el continente. Antes existió el Imperio, y después la Commonwealth. Pero sobre todo porque el euroescepticismo es una cuestión transideológica, un arma arrojadiza recurrente y un culpable socorrido para los males del Reino.

[Sólo por aportar perspectiva, conviene recordar el discurso de Lord Salisbury en el Royal Albert Hall en 1898, que podéis encontrar en parte aquí. Y rememorar la anécdota de la negociación de entrada de España en la CEE, de la que se cumplen 30 años. Margaret Thatcher aconsejó a Felipe González aceptar cualquier condición de entrada, ya que “Europa es una negociación, y es distinto negociar desde dentro que desde fuera”. Thatcher -¡Thatcher!- impulsó a Felipo, como le llamaba, que aceptó casi todas las condiciones como estado aspirante para rehacerlas desde el estatus de estado miembro.]

La entrada de Reino Unido en la CEE se cerró en 1973, aunque la primera solicitud data de 1961. Superadas las tensiones de la Segunda Guerra Mundial y las históricas –el Canal de la Mancha siempre fue algo más que una frontera natural-, el conservador Harold McMillan dio el primer paso, y el laborista Harold Wilson el segundo, que fue en 1967 y se encontró con el rechazo de la Francia de De Gaulle a la adhesión. La reticencia británica en el periodo 1967-73 fue moderada, aunque el apoyo descarnado al sí era cuestión de los conservadores, con Edward Heath al mando y –otra vez- Margaret Thatcher como adalid de la adhesión. Las cuestiones en debate eran la política agraria, que podría laminar la relación, vía Commonwealth, del Reino Unido con sus colonias; y la pérdida de soberanía, hecho inaceptable para un país que, de alguna manera, quería seguir viviendo en el aislamiento privilegiado que definió Salisbury. Por el contrario, el Reino Unido, sumido en una profunda decadencia económica, sabía que perder el tren de Europa podría convertirles en una nación de segundo grado en el orden mundial. En una “nación moribunda”, por volver de nuevo al texto de Salisbury.

No obstante, en el laborismo existía un euroescepticismo larvario, más ideológico que antieuropeista, que definía a la entonces CEE como una defensora demasiado cercana al libre comercio. Como izquierda, el Labour temía por los empleos que la adhesión podía destruir. El sector más próximo a los sindicatos se movilizó tan pronto como en 1975, hasta llegar a forzar una votación interna en el partido para exigir la salida del Reino Unido de la CEE. La crisis se solventó –nos guste o no, Gran Bretaña puede dar lecciones de democracia al mundo- con un referéndum donde el sí a la permanencia ganó con cerca del 70% de los sufragios. Por cierto, el Labour era el partido de gobierno, de nuevo liderado por Harold Wilson.

A partir de 1979, la llegada de Thatcher a Downing Street movió el debate. La Dama de Hierro siempre concibió Europa como una negociación, quizá como antídoto a la pérdida de soberanía que fue debatida en los primeros 70, mientras que el Labour se movió hacia posiciones proeuropeas, precisamente porque en esa década la única manera de hacer oposición a una Thatcher arrasadora era a través de Bruselas. Poco a poco, la báscula del euroescepticismo fue haciendo mella entre los tories, también impulsado por, de alguna manera, el proeuropeismo. En Bruselas, Thatcher frenaba la intromisión de Europa en lo que consideraba asuntos internos. En 1988, en Brujas, Thatcher rechazó un “superestado que domine desde Bruselas”. Y ya en 1990, su célebre “no, no, no” a la ampliación de competencias del Parlamento Europeo que defendía Jacques Delors terminó de romper a un Partido Conservador ya desgastado tras once años de gobierno, y que acabó con la propia Thatcher.

El tratado de Maastrich, ya sin Thatcher al mando –pero aún con los conservadores, con John Major como primer ministro, en el gobierno- se firmó en 1992. Y entre los firmantes estaba el Reino Unido. Los tories sufrieron bajas en sus filas tras la firma. Entre ellas, las de un joven Nigel Farage, que en 1993 fundaba el UKIP.

Desde entonces, el Reino Unido se ha mantenido dentro pero distante de la Unión. La Splendid Isolation, de nuevo. UK aplica Schengen de facto, pero no ha suscrito el acuerdo. Y se negaron –de nuevo, la soberanía- a abandonar la libra. Lo que no evitó, por cierto, el contagio británico en la crisis del euro, con Cameron, ya en 2010, reivindicándose: “No me da miedo quedarme aislado en Europa”, dijo. Más de un siglo después, de nuevo el mismo concepto: aislamiento.

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Hoy, en las puertas de un nuevo referéndum sobre la permanencia o no de Reino Unido en la UE (#Brexit), el euroescepticismo crece por todos sus flancos. Dentro de la basculación ideológica, ahora mismo es una cuestión central que espera decantarse. La eurofobia, en diversos grados, crece en todos los sentidos: en el de la aversión a los excesos del capitalismo a través de Corbyn y el Labour; en el de la xenofobia maquillada del UKIP; y en el de la soberanía, con ecos de Salisbury, de los Tories. En Escocia, por cierto, el proeuropeísmo se defiende con la esperanza de que sea un vehículo de la independencia. Pero recordemos que el Libro Blanco de la Independencia publicado en 2013 en la precampaña del Indyref decía sin decir que Dios nos libre del Euro.

Cameron, de alguna forma, busca usar el referéndum para consolidar un pacto Londres-Bruselas que consolide el estatus del Reino Unido como parte aparte de la Unión. “Querednos, pero querednos como queremos ser”, parece el mensaje. Es decir, la negociación dentro de la negociación de la que le habló Thatcher a Felipe González, con un referéndum como amenaza sobre el tablero, y como forma de consolidación de una relación de amor y límites.

Y con Salisbury, siempre Salisbury, como telón de fondo.

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